“MEMORIA”
por Gonzalo Hernández
Viciana
El viejo reloj marcaba
las 6:59. El segundero subía, cada vez más cerca de llegar a su
cumbre, y al hacerlo sonó la alarma. Sólo fue un instante, porque
la mano de Ben estaba lista desde que él se despertó, mucho rato
antes. Se inclinó hacia delante y recorrió con la vista su
habitación. Podría ser mayor, un viejo como le llamaban los
maleducados niños del barrio, pero sus ojos aún no le habían
traicionado, no como otras partes de su cuerpo. Se olvidó por un
momento de sus achaques mientras repasaba las fotos y los objetos que
resumían su vida. La foto de sus padres, cuyo marco delataba su
antigüedad más que el que fuera en blanco y negro y estuviera
ligeramente movida. El trofeo que ganó en el colegio, tallado en
madera porque en aquella época no había dinero para ostentaciones.
Su medalla de la guerra, que el habría guardado en el armario si su
mujer no se hubiera empeñado en tenerla visible. “Debes estar
orgulloso de lo que hiciste allí, yo lo estoy” le había dicho.
Aunque él no lo estaba, y de hecho seguía teniendo pesadillas, más
de medio siglo después de la guerra. Su mujer. Ahí estaba ella, en
tantas fotos, en el cuadro, en aquella portada para una revista. En
todas partes menos a su lado. Había muerto hacía tiempo. Diez años,
pensó él. Hoy hace diez años que murió. Y sintió un dolor
físico, en su cabeza, que le hizo gemir por un instante, hasta que
otro dolor lo reemplazó, el de su hombro. “Maldito hombro, tengo
que decirle al doctor Mendelson que me dé algo” masculló mientras
se levantaba. Caminó hacia el baño cuando recordó algo. Se dio la
vuelta y allí estaban. Las píldoras para su dolor del hombro, junto
al vaso del agua. Hizo una mueca y se las tragó. Bebió un trago del
vaso y se dirigió al baño.
Mientras se duchaba, el
agua impactando fuertemente contra su rostro, recordó un combate.
Aquel tipo le estaba dando una paliza, tenía una herida en una
ceja que no dejaba de sangrar y su entrenador le echaba un cubo de
agua sobre la cabeza. Volvió a levantarse, miró el ring, y a su
adversario en el otro extremo. Había mucho ruido, los fotógrafos y
sus flashes siempre le molestaban, pero lo que más le molestaba era
su rival, un hombre negro más alto y más fuerte que él, lo que no
le preocupaba, pero sí el que fuera más rápido. Eso no le había
pasado nunca, y temía no ganar por primera vez en mucho tiempo.
El agua fría le sacó de la ensoñación. -¡Joder!-, gritó y se
apresuró a cerrar el grifo. Nunca había soportado ducharse con agua
fría, ni siquiera en verano, y había mandado instalar un termo de
agua caliente del doble del tamaño normal cuando se compraron la
casa, hacía ya mucho tiempo. “Algo le pasa al agua caliente. Se
acaba muy pronto”, dijo con un gruñido mientras hablaba por
teléfono con aquel estúpido fontanero italiano. “Un spaguetti
inútil”, pensó mientras escuchaba al hombre quejarse de que no
eran ni las ocho de la mañana, que era la hora a la que empezaba a
trabajar. Le aseguró que se pasaría a lo largo del día, cuando
tuviera un hueco. Ben colgó y murmuró -¡Italianos!-. Recordó
que el primer hombre al que mató era italiano, pero de verdad,
durante la guerra. El hombre era un prisionero. Estaba gordo y
llevaba un uniforme de oficial. “Alguien importante” pensó Ben
mientras le apuntaba con su pistola. Aquel gordo le enseñaba unos
papeles, prácticamente se los ponía en la cara y gritaba cosas
incomprensibles. Ben no sabía lo que quería, sólo sabía que le
molestaba y que había matado a dos compañeros suyos antes de que lo
capturaran. El resto de su unidad seguía buscando enemigos y él
estaba cuidando de aquel tipo. Estaba harto. Cuando volvió a
gritarle, le disparó en la cabeza, atravesando aquellos papeles que
agitaba sin cesar. Cayeron sobre su rostro y se llenaron de sangre,
Ben nunca supo lo que decían. Se vistió. Al acabar vio que
tenía la caja de las pastillas para su dolor de hombro encima de la
mesita de noche. ¿Se las había tomado hoy? No se acordaba, así que
por si acaso se tomó dos. Un perro ladraba en algún lugar.
Ben volvió a sacar las
tostadas y meterlas otra vez. Enchufó el tostador. Apretó los
botones. No ocurrió nada, y ya se estaba cansando. “Y ese maldito
perro sigue ladrando”, pensó furioso. Hacía días que el tostador
no funcionaba, pero nunca se acordaba de llevarlo a reparar. “¿O
lo llevé pero me dijeron que no sabían arreglarlo, que comprara uno
nuevo?” pensó sin estar seguro. De cualquier modo, ahora quería
tostadas, y tendría tostadas. Volvió a probar, en otro enchufe. El
perro seguía ladrando. El tostador seguía sin seguir sus órdenes.
De pronto, las tostadas saltaron y Ben se echó hacia atrás para
evitarlas. Su rival intentó un gancho de izquierda y Ben lo
esquivó fácilmente. “Ahora es mi turno” pensó, y lanzó su
contraataque. Pero aquel negro se cubría bien, y lo único que
conseguía Ben era cansarse. Pero siguió golpeando, y cuando no
podía más, continuó. Así hasta que derribó a aquel gigante de
ébano. Ben recuperó el equilibrio, tras casi caerse al esquivar
las tostadas, y su rostro se endureció. “Estoy harto de ese
maldito perro”, gritó para sí mientras tiraba la tostadora a la
basura. Salió tan rápido como un hombre de su edad era capaz y
caminó hacia la casa de su vecina.
-¡Señora Hindenberg, o
hace usted callar a su perro o lo haré yo!, amenazó Ben a través
de la puerta a la menuda anciana. -¡Si toca a mi perro llamaré a la
policía! contestó ella desafiante, aún en pijama. No era la
primera vez que se enfrentaban por el perro, y ella conocía la
rutina. -¡No, yo llamaré a la policía y les diré que hay una
mujer nazi viviendo en mi calle, y que su perro tiene la rabia!,
replicó Ben. Se dio la vuelta y volvió a casa, mientras ella le
gritaba algo acerca de que era judía y de que nació en Brooklyn.
Ben se comió un plátano
mientras miraba la tostadora, medio metida en la basura, y las
tostadas, aún en el suelo donde habían caído tras su breve
parábola huyendo de su destino. “Tengo que acordarme de comprar
una tostadora”, pensó mientras se comía sin ganas la fruta. Le
gustaban las tostadas y tendría tostadas al día siguiente. Cogió
la cartera y se dirigió a la calle, sin reparar la nota que decía
“Médico a las once”.
Sonó la alarma, de
nuevo sólo un instante, y Ben la apagó, pero se llevó rápidamente
la mano al hombro. “Maldito hombro, tengo que decirle a ese médico
de tercera que me dé algo” pensó. No había dormido bien,
últimamente tenía pesadillas, recordaba la guerra y se despertaba
sudando. No es que necesitara dormir mucho a su edad, pero quería
dormir sin recordar las cosas terribles que vio y que hizo en el
Pacífico. Se levantó enfadado, tropezó y se cayó sin hacerse
daño.- ¡Maldita sea!-, gritó hacia nadie en particular.
Mientras se duchaba, el
vapor del agua caliente creando una niebla en el cuarto de baño,
volvieron los recuerdos. Apenas veía nada. “Los japoneses
podrían estar justo delante y no los vería”, pensó el soldado
Ben. Estaba en una trinchera, si se podía llamar así a un agujero
mal cavado por un puñado de críos hambrientos y enfermos. Le tocaba
la guardia, y con su suerte le había tocado también la niebla.
Sabían que había japoneses cerca, pero no cuántos eran. En su
unidad estaban en las últimas, sin provisiones ni apenas munición.
Ben era el más sano, con su cuerpo de boxeador casi intacto, y le
habían encargado la vigilancia. Prestó atención a un ruido, como
una rama al partirse. Al mirar no vio nada, la niebla lo cubría
todo. Pero oyó unos pasos, y siguió mirando. Allí estaba,
surgiendo como un espectro, un soldado japonés. Debía tener la edad
de Ben, pero era muy delgado y no tenía buena cara. Sostenía su
arma con miedo, sin decisión, y andaba sin rumbo. Después de unos
instantes estuvo claro que estaba solo. Cuando el soldado pasó de
largo, Ben no lo pensó dos veces y salió detrás de él, con su
cuchillo en la mano. Era mejor que dispararle, porque así no lo
oirían. Se aproximó por detrás, le tapó la boca con la mano
izquierda y hundió el puñal en su espalda.
Ben estaba mirando la
luz de la escalera del sótano. Miró, confundido por un instante, se
estiró para apagarla (un gesto que su mujer siempre había pensado
que era peligroso mientras él se reía de su baja altura) y cerró
la puerta. “¿Qué estaba haciendo?” pensó, y el rugir de su
estómago le llevó hacia la cocina. “Debo haberme despistado con
algo. El desayuno, eso es lo que estaba haciendo.” Se puso a ello,
aunque no encontraba la tostadora, pero tenía mucha hambre y no dejó
que eso le molestara. “Maldita sea”, pensó. “Se me ha acabado
el azúcar” dijo para sí. “Espero que la bruja nazi tenga
suministros” murmuró. Se acercó a su puerta, tocó varias veces,
pero lo único que consiguió fue tener más hambre y que el maldito
perro le ladrara. Se dio la vuelta y se fue a casa. Vio que el
repartidor de periódicos le había vuelto a tirar su ejemplar en vez
de meterlo en el buzón como le había dicho tantas veces, y maldijo
a sus antepasados (no estaba seguro de si eran europeos o asiáticos,
así que fue una maldición indeterminada) mientras se agachaba a
recogerlo. Al sentarse a leerlo, después de desayunar tostadas sin
tostar, se fijó en una noticia que le heló la sangre. Su médico,
el doctor Wilson, había desaparecido. “Dios mío” murmuró. Leyó
la noticia rápidamente. Habían encontrado sangre en su oficina,
pero como trabajaba en una zona aislada, sin recepcionista, no había
más pistas. Ben llamó a la policía. “Estuve ayer en su consulta”
les dijo. La policía, hispana pensó él, le dijo que mandarían a
alguien a su casa para hablar con él más detalladamente.
Sentado en el salón,
mientras esperaba a la policía, Ben recordó su visita. “¿Fue
ayer, verdad?” pensó no muy convencido. Ben estaba en la
consulta. El doctor Wilson estaba serio. “Ben, hemos encontrado
algo al hacerte la prueba.” le dijo. Ben salió de su
ensoñación y se fue a la cocina. Vio el tostador en la basura, lo
cogió y decidió arreglarlo él mismo. “Necesito mis herramientas”
pensó, y sin saber por qué le recorrió un sudor frío por la
espalda. Las tenía en el sótano, aunque hacía mucho tiempo que no
bajaba. De hecho, no recordaba la última vez que lo había hecho.
Con la tostadora rota en una mano, se estiró para encender la luz.
Ben pensó que era cierto aquello de que al envejecer uno encoje,
porque ya no llegaba tan bien hasta la cadena de la bombilla. Por un
instante pareció que iba a caerse, pero se apoyó en la pared y
encendió la luz sin perder el equilibrio. La proximidad de la luz le
cegó, y recordó otra luz brillante. Estaba en la consulta del
doctor Wilson. El cuarto estaba oscuro, salvo por la luz que provenía
de la pared donde estaban las radiografías. “Es un tumor, Ben -le
decía el médico- en tu cerebro”. Confundido, empezó a bajar
la escalera. Al bajar el tercer escalón, pisó el cable de la
tostadora y cayó.
El fontanero estaba
mirando el termo, que estaba en el sótano, mientras Ben discutía
con él. “Está todo bien. No hay fugas ni fallos de alimentación”
repetía el hombre, mientras Ben se enfadaba cada vez más. “El
agua caliente se acaba enseguida. Siempre se acaba” gritó.
“Tranquilícese abuelo”, replicó el fontanero y se dio la vuelta
para cerrar su caja de herramientas. Ben cogió una llave inglesa y
le golpeó. El hombre trataba de defenderse, se cubría como un
boxeador, pero Ben le golpeaba con una furia tremenda, y la llave
pesaba mucho. El fontanero gritaba, cayó al suelo y Ben siguió
golpeando hasta que no pudo más.
Ben rodaba
escaleras abajo, y lo que recordaba en esos segundos le confundía
tanto que no sentía el dolor mientras sus huesos se partían.
Cubierto de sangre, Ben se duchó. Ben veía el cuerpo del
fontanero más allá de la escalera, pero había otros. En la
consulta, una bala atravesaba la radiografía de Ben y el rostro del
doctor. La espina dorsal de Ben se partió y por fin su cuerpo se
detuvo al final de la escalera. En los últimos instantes de su vida,
Ben sólo pudo ver el rostro de la señora Hindenberg, a unos
centímetros del suyo. Ben, de noche, se arrastraba por el jardín
de su vecina. El perro ladraba y ella salió para ver qué pasaba.
Ben se acercó por detrás, le tapó la boca con la mano izquierda y
le clavó un cuchillo.
La agente de policía
entró en la casa pistola en mano. Aquel hombre sería un anciano,
pero era el último paciente que había visto al médico con vida, la
furgoneta de un fontanero desaparecido estaba en la puerta de su casa
y al ir a preguntar a la vecina se había encontrado un perro
degollado y un rastro de sangre. No correría un riesgo. Vio el salón
desordenado, la cocina sucia, y una puerta abierta con una luz
encendida que llevaba al sótano. Bajó la escalera.
2 comentarios:
Muy bien, Kiko! Me ha gustado, tiene mucho ritmo. Quizá tenías que cambiar varias conjugaciones verbales al final, pero en general está estupendo.
Gracias. Al final lo he repasado y corregido los tiempos verbales :)
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