¡Vampiro!
De Gonzalo Hernández Viciana
Mientras corro por el desierto,
intentando huir de una muerte inminente, repaso en mi mente los
hechos que me han conducido hasta este momento. No me queda mucho
tiempo, porque la oscuridad se desvanece por momentos, y siento que a
mi espalda el sol está a punto de salir. Todo empezó anoche, en el
bar de carretera de mala muerte donde había quedado con el ruso. ¿O
era rumano? Qué más da, está muerto. El caso es que para ser un
tugurio había mucha gente, y muchas tías buenas, aunque supongo que
eran profesionales de la noche. El sitio estaba muy oscuro, con las
luces parpadeantes esas que no sé porqué le gustan a la gente si
dan dolor de cabeza. El ruso estaba en la barra, sin hacer caso de
las chicas. Me presenté, y me miró de arriba abajo, como si no se
pudiera creer que yo pudiera hacer chanchullos de drogas. Será
porque siempre voy bien vestido, con un traje que vale más que lo
que gana la gente en un mes, o por mi cara de niño bueno. Le dije
que si lo hacíamos entonces o esperábamos al día siguiente. Me
dijo que tenía que ser esa noche, que no le gustaba la luz del sol.
Un animal nocturno, como yo. Pagó su copa y salimos fuera. El muy
imbécil quería hacer el intercambio allí mismo. Le dije que no,
podía vernos alguien. Así que nos subimos en mi Mercedes SLK y nos
alejamos varios kilómetros.
Al salir de la carretera empezaron
mis problemas. Llevaba apenas cinco metros cuando sonó una
explosión. La rueda delantera derecha se había pinchado. Una rama
de un árbol la había perforado. Lo curioso es que no había ningún
árbol. Estábamos en medio del desierto. No había nada más que
tierra y arena. El tipo me preguntó si tenía una rueda de repuesto.
Le dije que no, precisamente la que tenía era falsa, un
compartimento para llevar la droga. Me dijo que si hacíamos entonces
el trato. Asentí, no teníamos nada que hacer de todas formas,
excepto esperar que pasara un coche, por allí pasaban muy pocos, y
menos de noche. El precio ya estaba acordado, pero le dije que tenía
que probar la mercancía primero. Me dijo que no había problema, que
era algo nuevo, muy muy potente, y que iba a gustarme. Bajo la luz de
los faros sacó una bolsa de pastillas mucho más grande de lo que
habría imaginado de un bolsillo oculto de su chaqueta. Eran rojas,
oscuras, del tamaño de una aspirina, y con una V marcada en el
centro. Me tragué una sin pensar. Inmediatamente se me aceleró el
pulso y se me dilataron las pupilas. Podía ver mejor en la oscuridad
y me molestaban las luces del coche. Me invadió la euforia. Le pagué
inmediatamente, me dio las pastillas y las dejé en el asiento. Ya
las escondería más tarde. Estaba disfrutando. Le dije que si no
quería una, que le invitaba. Me contestó que no, que quería estar
bien por si venía alguien. Perdí el equilibrio y me tuve que sentar
en el suelo, manchando el traje. Pero no me importó. Empezó a
decirme algo, pero no entendía sus palabras. Me empecé a reír,
explicándole que no sabía lo que decía. Y lo que veía tampoco
tenía sentido. El coche medía ahora el triple, y parecía más
siniestro. Las estrellas se apagaron, y sólo veía los faros. Un
sudor frío empezó a recorrerme el cuerpo. Empecé a rascarme: las
piernas, los brazos. El cuello. El ruso me señaló con expresión de
asombro. Señalaba mi hombro, o mi cuello. De pronto me dio la
sensación de que sus ojos me penetraban, y de que su boca se hacía
más grande. Se acercó a mí, me cogió las manos y me habló. Sentí
que se cerraban mis ojos.
De pronto me di cuenta. Su boca estaba
abierta, y sus dientes eran enormes. Mire de reojo hacia mi hombro.
Tenía manchas de sangre. No podía ser. El ruso era un vampiro, y
acababa de morderme. La adrenalina, o mis nuevos poderes vampíricos,
me dieron fuerza. Me solté y lo empujé hacia el coche. Peleamos a
la velocidad del rayo, nuestras fuerzas igualadas. Pero él tenía
más experiencia en sus poderes, y se desvanecía de vez en cuando.
De pronto me encontré tirado en el suelo mientras él me sujetaba.
Estaba seguro de que era mi fin, pero mi mano dio con la salvación.
La rama afilada del árbol. Una estaca de madera de la que habría
estado orgulloso un cazador de vampiros. Se la clavé y cayó
instantáneamente. Pensé que se convertiría en cenizas o algo así,
pero sólo se quedó inmóvil. Intenté calmarme. Me toqué los
colmillos. Estaba seguro de que me estaban creciendo por momentos.
Qué suerte la mía. Comprarle droga a un traficante vampiro. Tenía
sentimientos encontrados. Por una parte sentía euforia de haber
vencido, y ahora sentía que era poderoso. Pero también sentía
miedo. ¿Por qué? ¿Era mi mente humana, incapaz de aceptar la
realidad? ¿O era otra cosa? Miré alrededor, con mis sentidos
agudizados. Ahora podía oler mejor. La colonia barata del ruso, su
after shave. Supuse que hasta los vampiros tenían que afeitarse.
¿Aunque si estaban muertos por qué les crecía la barba? Dejé esos
pensamientos a un lado cuando me di cuenta de que mi vista era la de
un depredador nocturno. Ahora sí que veía en la oscuridad. Eran las
seis de la mañana y podía ver como si fuera... Con razón veía tan
bien, estaba a punto de amanecer. Me reí. Entonces me di cuenta de
porqué mi mente llevaba un rato con miedo. Estaba a punto de
amanecer. Y yo era ahora un vampiro. Y a los vampiros no les sienta
nada bien la luz del sol. Frenético, miré alrededor. Ningún lugar
donde ocultarse. En el coche entraba luz por todas partes. Comprobé
el maletero. Apenas cabrían unos palos de golf, menos una persona.
¡Tenía que haberme comprado un Cayenne y no un estúpido deportivo!
Me invadió el pánico. Las montañas estaban en el horizonte, una
silueta insinuada en el infinito. Entonce me acode del bar. Estaba
lejos, cierto, imposible para una persona a pie llegar a tiempo.
Pero ahora era un vampiro, y mi velocidad y resistencia podrían
darme una oportunidad. No lo pensé, cogí las pastillas y empecé a
correr, como alma que lleva el diablo, lo que en mi caso era verdad.
Sigo corriendo, y casi noto el calor
del sol en mi espalda. Estoy agotado y todavía no veo el bar. No voy
a conseguirlo. Tengo que seguir. Pero tropiezo y mientras caigo
reflexiono que mis reflejos vampíricos todavía no son todo lo
buenos que deberían. Me quedo tumbado boca arriba. Esperando el
final. Miro el cielo, rojo, y aprieto los dientes. A lo mejor ahora
sí hay cenizas. Entonces sucede lo imposible. La luz del sol me
ilumina. No exploto, no ardo, no pasa nada. ¿A lo mejor es como en
la película esa, que los vampiros sólo brillan de día? Yo no
brillo, pero no me importa. ¿O es otra cosa? Me tomo el pulso.
Empiezo a saltar y a gritar de alegría. ¡Estoy vivo! El vampiro no
llegó a transformarme. ¡Seré idiota! ¡Tenía que haber bebido su
sangre! Grito al cielo y cierro los ojos, feliz. Entonces siento un
golpe en la cabeza. Caigo mareado. Me han golpeado con una piedra.
Giro el cuello y alcanzo a ver al vampiro, con la estaca llena de
sangre en una mano y una piedra en la otra. -¡Tú estás loco!- Me
grita y me vuelve a golpear con la piedra en el pecho. Pero no me
duele, porque no siento nada. Creo que me ha roto el cuello. -¿A ti
que te pasa?- Me repite una y otra vez. -Hacemos el trato, te sientas
a disfrutar, y de pronto te estás rascando el cuello tan fuerte que
te haces sangre. Intento ayudarte y empiezas a gritar como un loco y
a pegarme. Y me clavas esto. ¡Por poco me matas! Pero no lo has
hecho, así que te voy a devolver el favor. No voy a matarte. Te voy
a dejar aquí, igual que has hecho conmigo. Y me llevo esto.- El ruso
me registra, coge las pastillas y se va. No puedo moverme. Sólo
mirar al cielo, que ahora es de un azul brillante. Creo que voy a
morir.
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