domingo, 8 de enero de 2012

Otro relato corto


EL DIA QUE NUNCA EXISTIÓ

Por Gonzalo Hernández Viciana


Todo había sido muy precipitado. El mensaje en clave en el foro de internet (que trataba supuestamente de ofertas de segunda mano), la breve conversación y la carrera en taxi al aeropuerto desde la cabina telefónica. Ni siquiera había tenido tiempo de hacer la maleta. La ropa no le importaba, y en cuanto al arma, la adquiriría como siempre en su destino. Le preocupaba tener que deshacerse de su navaja suiza en el aeropuerto, así que antes de pasar el control de seguridad se metió en los aseos y la escondió en el falso techo. La recuperaría a la vuelta. Tuvo cuidado de sacar de su bolsillo el pasaporte adecuado (llevaba dos encima como regla) y contuvo la respiración un segundo mientras lo comprobaban. Aunque se consideraba un profesional con mucha experiencia, sabía que había factores incontrolables, y un pasaporte falso, por muy bueno que fuera, era algo impredecible.
El policía le devolvió el documento y el billete con expresión aburrida. Una vez superado el obstáculo, se permitió sonreír. No tenía que haber dudado del pasaporte, le había costado una fortuna e incluso le habían dicho que no era una falsificación, era auténtico, excepto por la identidad. Ahora debía buscar información sobre su objetivo, ya que sólo le habían dado un nombre y una dirección. Lo primero era ponerle rostro, y para eso no había nada mejor que internet y el generoso wifi de los aeropuertos. Mientras esperaba el embarque buscó a su objetivo en un portátil, pero no encontró nada. Había referencias, pero ninguna fotografía. Sería algo más complicado, pero nada que no le hubiera pasado antes. En los viejos tiempos no disponía de facebook y eso no le había impedido trabajar. Buscaría al objetivo, conseguiría una confirmación de su identidad por una tercera persona, o quizás por el mismo blanco, y actuaría. La gente era asombrosamente honesta, pensó. Les preguntabas su nombre y te lo daban sin pensarlo. Sonrió al pensar que para saber su nombre él sí tenía que pensarlo: ¿Qué pasaporte estaba usando? ¿Cuál era su otro nombre? ¿Cuál era su auténtico nombre? Si alguna vez volvía a su antigua vida, cosa que no pensaba hacer por el momento, habría tardado un tiempo en reconocerse. Esos pensamientos le distrajeron y no le dio tiempo a buscar nada más cuando anunciaron su vuelo. Pero no tenía por qué preocuparse, al llegar a Australia tendría que esperar casi dos horas hasta coger su siguiente vuelo. Y en Wellington también tendría que esperar. Disponía de tiempo de sobra. Pensó que intentaría dormir en el avión y al aterrizar planearía su estrategia.
Se despertó terriblemente asustado. Tuvo una pesadilla. ¡Había olvidado algo, algo muy importante, que le llevaba a fallar la misión! Respirando fatigosamente miró alrededor y se tranquilizó al comprobar que estaba en el avión, las azafatas iban arriba y abajo por el pasillo mirando que los pasajeros llevaran abrochado el cinturón de seguridad. Estaban a punto de aterrizar en Sídney. Todo iba bien, pero no pudo evitar repasar mentalmente lo ocurrido hasta entonces. Necesitaba asegurarse de que no había dado ningún paso en falso. Aquel asunto había comenzado con mal pie. Nunca le habían gustado las prisas, inducían a error. Y el cliente había sido muy claro. Le repitió tres veces que el trabajo tenía que estar hecho antes del domingo, uno de enero de 2012. La fecha era vital. Si fallaba, le advirtió de una manera que le sonó a amenaza, tendría consecuencias. Si el objetivo no estaba muerto antes de esa fecha, insistió en que no se molestara, ya que en aquel asunto, lo más importante era cumplir el plazo.
Reflexionó que las exigencias de aquel tipo eran normales. A veces tenía que parecer un accidente. Lo más fácil era hacer que el coche cayera por un barranco, que le fallaran los frenos. Recordó la vez que tuvo que chocar de frente contra el coche de su objetivo. Fue sin duda su trabajo más arriesgado, pero no había otro modo. Tuvo que sacrificar una identidad falsa, creada durante dos meses durante los cuales tuvo un trabajo de verdad, y soportar un juicio por homicidio involuntario, del que fue absuelto gracias a su intensa preparación previa. El “accidente” fue causado por una serie de “errores” impredecibles: a él se le cayó el teléfono móvil y no pudo ver el semáforo “averiado” (no lo había roto para no causar sospechas, pero durante dos meses había provocado fallos continuos para que los técnicos dijeran en el juicio que fallaba por un fallo de corriente determinados días a determinadas horas, algo que ver con sobrecargas de la red eléctrica). En otra ocasión le habían dicho lo contrario, no sólo debía parecer lo que era, un asesinato, sino que el asesino además debía demostrar una extrema crueldad. Una clara y contundente advertencia. Personalmente le disgustaba hacer sufrir a sus victimas, prefería un tiro en la cabeza, el objetivo ni se enteraba, y todo acababa allí. Pero en aquel repugnante caso, los mejicanos habían querido algo asqueroso y lo había hecho, sabiendo que ya no se podía echar atrás. Era un profesional, y el hecho de descuartizar el cadáver de determinada manera le había permitido usar su sistema (un tiro limpio) y dejar los restos de tal forma que los clientes no sólo no sospecharon que no lo había torturado, sino que se mostraron muy satisfechos y le pagaron más de lo acordado inicialmente.
Tener que cumplir un plazo de menos de una semana no era nuevo para él, aunque detestaba ir tan justo de tiempo. Cuanto más se estudiara un trabajo, mejor salía. Sabía que tenía muchas cosas que hacer. Buscar un hotel, conseguir un arma, aprender lo que pudiera acerca del entorno del objetivo y comprobar las vías de escape. Además, como siempre, tener un plan B. Siempre que pensaba uno (nunca escribía nada que pudiera delatarle, lo guardaba todo en su cabeza) se lo imaginaba con B mayúscula. Después de todo, era importante. Podía salvarle la vida.
De momento tenía que centrarse en el tiempo de que disponía. Había salido de Los Ángeles un lunes por la noche, y estaba aterrizando en Sídney... ¿Qué hora era? ¿Qué día era? Lo de cruzar la línea internacional era una complicación adicional que nunca había entendido del todo. La azafata le dijo que eran las 8:20 de la mañana del miércoles. ¡Miércoles! ¡Todo estaba pasando demasiado aprisa! Su mente se aceleró. Intentaba que se mantuviera alerta sobre su siguiente vuelo. Su enlace con Wellington era a las 9:20, y ya tendrían que haber aterrizado. Volvió a llamar a la azafata, que se lo confirmó. Sí. Llevaban retraso, pero no debía preocuparse, intentarían que el vuelo de Wellington le esperara, y si ello no era posible, le embarcarían en el siguiente. Salía un vuelo cada dos horas. Al aterrizar, se colocó de los primeros para salir del avión, corriendo, y tras una larga carrera se encontró con que el vuelo estaba cerrado. Miró a través de las enormes cristaleras y pudo verlo avanzar por la pista. Un empleado de la línea aérea le informó que podrían colocarle en el vuelo de las cuatro, en primera clase. La sonrisa profesional del hombre perdió fuerza al comprobar los datos de enlace. El avión llegaría a Wellington a las 19:20 de la tarde. Por lo tanto, lamentaba decírselo, también había perdido el vuelo a Samoa de las 18:45. ¡Pero la línea aérea se haría cargo de su hotel y le pondría en el siguiente vuelo! El jueves a las...18:45. -Por lo visto sólo hay un vuelo diario a Samoa –murmuró el empleado intentando aplacar la evidente ira del cliente.
¡Nada estaba saliendo bien! Pensó enfadado consigo mismo. Si llegaba el jueves por la noche a su hotel no tendría oportunidad de buscar un arma adecuada hasta el viernes, aunque quizás podría vigilar la dirección de su objetivo, incluso intentar verlo. Le vendrían bien unos prismáticos, y en aquella ocasión con las malditas prisas no los había cogido. Decidió que los compraría en el aeropuerto. Se consideraba un profesional, y debía adaptarse a las circunstancias. No encontró los adecuados, aunque compró una cámara de fotos con un zoom bastante mejor de lo que habría conseguido con unos prismáticos. Eso sí, tuvo que pagar una pequeña fortuna. Uso un cibercafé para comprobar las regulaciones sobre adquisición y uso de armas en Samoa. Buscó fotos de los uniformes de policía y sus coches, cuáles eran las costumbres locales, y se sorprendió cuando vio que hacía un par de años habían cambiado el sentido del tráfico. Ahora los coches circulaban por la izquierda, para poder comprarlos en Australia, Nueva Zelanda o Japón, los países con los que Samoa comerciaba más. Se sentía satisfecho de haber podido recuperar algo de su día perdido, pues todavía no terminaba de entender dónde se había quedado su martes, y se sentó a esperar su vuelo. Le gustaban los aeropuertos. Eran sitios estériles, pero paradójicamente los lugares más anónimos en donde uno podía estar.
Voló a Wellington. Le acomodaron en un hotel de lujo, pero de aeropuerto. Al día siguiente esperó paciente su vuelo. Harto de vuelos y de horarios, aterrizó en Samoa. Cuando finalmente entró en el hall de su hotel en Apia, la capital, el jueves casi a medianoche, se sintió agotado. Pero sabía que no podía descansar, sólo tenía aquella noche del viernes para prepararlo todo y poder llevar a cabo el trabajo el sábado. Los plazos mandaban en aquel asunto. El cliente se lo había repetido. Lo fundamental era que todo quedase liquidado en 2011. Sabía que se estaba quedando sin tiempo. Salió del hotel, sintiendo como el calor tropical le pegaba la camisa al cuerpo, cogió un taxi que lo dejó a tres manzanas de su objetivo. Apia era una ciudad pequeña, con mucha vegetación por todas partes. Cuando llegó a la casa que estaba buscando pasó de largo, siguió caminando sin apenas mirarla, y al llegar a la esquina se paró y miró alrededor. El barrio residencial aparentaba lujo y dinero, probablemente se trataba del mejor de la ciudad, con calles anchas, ajardinadas, y bien iluminado, lo que no le convenía.
Comprobó por pura rutina que nadie le seguía y de hecho no había nadie en la calle. Las luces de las casas, especialmente de la que a él le importaba, estaban casi todas apagadas. Quería dar la apariencia de ser un turista perdido, con su flamante cámara de fotos colgando de la camisa hawaiana que había comprado en Wellington, así que se sentía a salvo de preguntas incómodas, pero era consciente de que no conseguiría nada dando vueltas delante de la casa. Renunció y volvió caminando al hotel. No había muchos taxis a medianoche en Apia.
Se levantó al día siguiente con un ímpetu renovado, decidido a no permitir que las circunstancias pudieran con él. Se dirigió en taxi al barrio más marginal de la ciudad. Le enseñó la cámara al taxista, le dijo que era reportero gráfico y que buscaba imágenes de pobreza. El hombre lo condujo a un barrio de chabolas y calles sin asfaltar. Al cabo de veinte minutos había comprado una buena pistola más barata que nunca, y se cercioró que funcionaba disparando al vendedor, un drogadicto lleno de tatuajes obscenos, usando una almohada de silenciador. Nunca invites a un asesino a tu casa, pensó mientras salía.
Volvió a vigilar la casa, y se dio cuenta de que justo la vivienda de enfrente tenía mucho correo, con el buzón rebosando cartas y folletos. Era como si el universo le estuviera devolviendo la suerte que le había quitado. Entrar en la casa fue un juego de niños, con aquella alarma obsoleta. Desde el dormitorio de la casa de enfrente tenía una vista perfecta de su objetivo, sabiendo que el hombre gordo que veía pasando a través de los ventanales del salón era su blanco. Pensó que si hubiera dispuesto de un rifle y no una pistola habría hecho el trabajo en ese momento. Pero se conformó con observar. El objetivo salió de la casa en un coche, con dos guardaespaldas. Lo primero era confirmar la identidad del blanco. Tenía varias fotos en la memoria de su cámara y un nombre, y necesitaba saber si eran de la misma persona. Supuso que el blanco no volvería hasta la noche, y ya no aprendería nada más desde esa posición. Podía colarse en la casa, ahora vacía. Pero al ir a saltar desde un jardín vecino se dio cuenta de que la casa contaba con cámaras de vigilancia bien camufladas, y dos perros que no había oído la noche anterior. También sensores de movimiento. Con razón pagaban tan generosamente el trabajo. Así que dedicaría el resto del día a verificar la identidad del blanco en otra parte. Su trabajo tal vez.
Mañana aun me queda un día entero, pensó intentando relajarse. Y en un día él podría hacer muchas cosas. Consiguió encontrar un taxi que le llevó al centro, y mientras sacaba dinero de un cajero vio por el rabillo del ojo el rostro de su objetivo en una valla publicitaria. No pudo evitarlo y empezó a reír. Era él, en una foto claramente alterada para reducir su obesidad, al lado de su nombre. El resto de palabras estaban en samoano y no las entendía, pero era evidente que era un cartel electoral. ¿Cómo era posible que no hubiera fotos del tipo en internet siendo político? Habrá alguna ley aquí contra la propaganda electoral en la red o algo así, pensó. No importaba. Tenía la confirmación. Volvería a su puesto de observación y esperaría a que volviera. Actuaría esa misma noche, alrededor de las dos de la mañana, cuando el sueño es más profundo y los guardaespaldas bajan las defensas. Compró algo en un puesto de comidas rápidas y una botella de agua y volvió a su escondite. Pero se quedó de piedra al ver que había un coche de policía en la puerta, junto a un todo terreno que sólo podía ser de los dueños. Así que habían vuelto de sus vacaciones y habían visto que la alarma estaba desactivada. Quizás incluso habían notado que las cortinas de su dormitorio estaban cerradas y algún mueble desplazado. Habían llamado a la policía y ahora su suerte volvía a torcerse. Necesitaba pensar, así que volvió a su hotel.
Tumbado en su cama, elaboró una estrategia, un plan B y una ruta de huida. Mentalmente recorrió varios escenarios posibles, con más guardaespaldas, o con vecinos que avisaban a la policía antes incluso de que empezara un hipotético tiroteo. Necesitaba algunas cosas, así que buscó una tienda de deportes, donde compró ropa y una bolsa poco sospechosa pero donde cabría hasta un cadáver llegado el caso. Después fue a varias ferreterías. Por algún motivo estaban casi todas cerradas, por las fiestas de fin de año pensó, y echó de menos su navaja suiza multiusos. Al fin dio con una tienda abierta, y compró un cuchillo, un martillo, una herramienta pela cables, un serrucho, cinta adhesiva y algunas cosas más. Ejecutó su plan a medianoche, aunque sufrió un buen susto. Estaba escalando una valla en la más completa oscuridad cuando el cielo se iluminó de repente. Se aceleraron sus pulsaciones al tiempo que apretaba sus manos contra el metal con fuerza. Pensó que se trataba de un helicóptero, que le habían cogido. Pero no, eran fuegos artificiales en la bahía de la ciudad. Celebrando el fin de año un día antes de tiempo, pensó un instante y siguió escalando. Empezó cortando la alimentación de los tres repetidores de telefonía móvil más cercanos a la casa. Después simplemente subió a los postes eléctricos, que llevaban también la señal de telefonía fija, y los desconectó. A partir de ahí, hubo mucha sangre (los perros no se rinden), algún hueso roto (cortesía de los guardaespaldas, que no se dejaron intimidar) y ninguna sirena de la policía. Sólo un hombre gordo, en pijama, llorando y rogando por su vida encima de su cama.
-¿Por qué?- preguntaba el aterrorizado y sorprendido hombre, señalando su reloj. -Ya es demasiado tarde- repitió.
Normalmente hacía caso omiso de sus víctimas, pero en aquella ocasión le pudo la curiosidad.
-¿Qué quiere decir con que es demasiado tarde? -dijo en vez de apretar el gatillo.
-Ya es demasiado tarde, ya es demasiado tarde. Ya no importa. Ya no tiene que matarme. Ahora ya no.
- No entiendo lo que pretende -el asesino levantó su arma apuntándole entre los ojos.
- ¡Espere! ¡Es 2012, ya es 2012! ¡La cláusula...
-¿Cómo que es 2012? -le interrumpió el asesino-. El hombre gordo miró con sorpresa al hombre que había venido a matarle.
-Hoy es domingo. Domingo uno de enero de 2012, y la cláusula...
-¡Si cree que puede conseguir algo con esa burda mentira se equivoca! ¡Es sábado!
-¡Es domingo! -repitió el hombre gordo desesperado- ¡Por Dios santo! ¿Es que no ha visto los fuegos artificiales? ¿Es que no ha oído a toda la gente celebrando el año nuevo? -Su objetivo se estaba incorporando, con lágrimas en la cara aunque algo en él había cambiado.
-¡No puede ser domingo! ¡Está intentando engañarme! -En aquel momento intuía que algo no encajaba.
-¡No lo sabe! ¡Por Dios santo, no lo sabe! -exclamaba el hombre desesperado, estrujando el pijama con sus sudorosas manos.
-¿Qué es lo que no sé? ¿Qué tendría que saber? ¡De que demonios me está usted hablando! -replicó mientras volvía a apuntarle. El hombre gordo se levantó con los brazos en alto. Caminó hacia atrás un par de pasos, mientras señalaba un calendario de grandes números colgado en la pared.
-¡No sabe que este viernes no existió! ¡El viernes! ¿Comprende?
-¡Qué clase de tonterías está diciendo! -los ojos del asesino se abrieron de par en par.
-¡No! ¡Es usted quien está equivocado! ¡Escúcheme se lo ruego! ¡Samoa decidió cambiar su posición en la línea horaria internacional, para poder comerciar mejor con Australia y Nueva Zelanda, con…
-Como hicieron con los coches -alcanzó a decir el asesino-.
-Sí, supongo -dijo el gordo, casi enojado por la interrupción-. -¡El caso es que en vez de ser el último país de la línea internacional queríamos ser el primero! ¿Lo entiende? ¡Por ese motivo el jueves por la noche a las 23 horas, 59 minutos y 59 segundos, cuando el reloj avanzó un segundo, pasaron a ser las doce de la noche del sábado 31 de diciembre! ¡Así que hoy ya es domingo!
-¡No puede ser!- Pero le faltaba el aliento. Algo estaba fallando.
-¡Se lo puedo demostrar! -afirmó el hombre gordo mientras señalaba el mando a distancia.
Al ver las imágenes en televisión el asesino tuvo que sentarse. Eran cerca de las tres de la madrugada, y los tradicionales programas de fin de año habían acabado, pero los subtítulos festivos, con un gran 2012 en brillantes colores, no daban lugar a error.
¡Era cierto, era el uno de enero! ¡Se lo habían advertido! ¡Tendría que haberlo matado unas horas antes! El tiempo había acabado, bajó el arma, y en aquel mismo instante supo que por primera vez en su vida había fallado, y que antes o después, tendría que pagar el precio.





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