domingo, 30 de octubre de 2011

Crítica de "Los tres mosqueteros"


Alemania-E.E.U.U. 2011. Aventuras. 110 minutos.
Dos estrellas.
Director: Paul W.S. Anderson
Música: Paul Haslinger
Director de fotografía: Glen MacPherson
Actores: Logan Lerman, Milla Jovovich

Espadachines de altos vuelos

La necesidad continua de hacer “remakes” y readaptaciones de clásicos ha llegado a su máxima expresión con este film. Fiel en el fondo pero no en la forma, pues no había dirigibles gigantes con forma de barco ni batallas aéreas en el original, “Los tres mosqueteros” demuestra que las historias de Alejandro Dumas son indestructibles, por mucho que los guionistas no se hayan parado a trabajar en los personajes. Aquí, D´artagnan es uno de los protagonistas más planos de la historia del cine, y el actor que lo interpreta no es capaz de añadirle un mínimo de gracia. Con un elaboradísimo diseño de producción y algún que otro duelo bastante bien coreografiado, la película consigue mantener el interés del espectador, aunque al acabar se recuerda tan poco de ella que demuestra su bajo nivel. Lo peor es que el desenlace amenaza con una secuela, y el pobre Dumas debe estar dando vueltas en su tumba pensando si en ella habrá robots que funcionen con vapor...

Artículo sobre Steve Jobs que me publicaron el otro día

EL LEGADO DE STEVE JOBS


Imagínese usar todavía un teléfono móvil con botones y una minúscula pantalla, sin otras aplicaciones que una agenda básica y a lo mejor una calculadora. Y al llegar al trabajo, tener que teclear en el ordenador (en casa no habría) varias órdenes complejas para hacer una simple operación de copiar y pegar. Por no hablar de que sus hijos estarían emocionados porque, por fin, en el año 2011 se estrenara una película animada hecha íntegramente por ordenador. Este escenario podría haber ocurrido perfectamente de no haber existido Steve Jobs. Si la vida de una persona se puede cuantificar de alguna forma, quizás sea en el impacto que tiene en los demás, y en ese sentido hay poca gente en los últimos treinta años que haya cambiado más el mundo que el cofundador de Apple. Incluso los usuarios de Windows saben que Bill Gates le copió el concepto de hacer el PC un instrumento fácil y familiar, algo que acabó popularizando las computadoras de tal forma que “la era de la información” en la que ahora vivimos será un momento estudiado en las clases de Historia en los siglos venideros. Y cuando George Lucas no sabía que hacer con una rama de su negocio llamada Pixar, ahí estaba Jobs para comprarla al módico precio de 10 millones de dólares. Años después, tras el éxito de “Toy Story” y demás películas, la vendió a Disney tras unas duras negociaciones por 7.400 millones y se convirtió así en su máximo accionista. No tenía miedo al fracaso, habiendo abandonado sus estudios universitarios y fracasando, injustamente, en sus primeras empresas (le echaron de Apple cuando empezaba a despegar). Pero supo reponerse, y con sus presentaciones/shows y su olfato para los negocios demostró ser uno de los mejores empresarios que ha habido, creando una cultura empresarial en Apple que rayaba en la idolatría, y que él no intentaba disipar: siempre con los mismos vaqueros, jersey de cuello vuelto y gafas, un “look” muy específico. Hasta en un episodio de “Los Simpsons” se mofaron de ese culto a Jobs, pero lo cierto es que algo estaba haciendo bien. En estos tiempos en que los empresarios están siendo vilipendiados a diestro y siniestro, su figura resaltaba más aún. Quizás fuera resultado de crear un entorno de trabajo privilegiado para sus empleados, con un campus futurista (al igual que sus tiendas) donde miles de ingenieros diseñan el futuro. Su obsesión por el detalle, por pulir los defectos de sus productos y de su empresa le llevaron a la cima, y ese era su secreto. Más allá del iphone, del imac y del ipad, el legado de Steve Jobs está en hacer las cosas no bien, sino perfectas.

jueves, 27 de octubre de 2011

Un relato corto

Cuando estudiaba cine en Los Ángeles tuve que escribir los guiones de mis cortos, y una de las historias que esbocé la rechazé en favor de lo que acabó siendo "Revolving doors", mi corto final. Esa historia rechazada la he adaptado a un formato de relato corto, a ver si os gusta:

“MEMORIA”
por Gonzalo Hernández Viciana

El viejo reloj marcaba las 6:59. El segundero subía, cada vez más cerca de llegar a su cumbre, y al hacerlo sonó la alarma. Sólo fue un instante, porque la mano de Ben estaba lista desde que él se despertó, mucho rato antes. Se inclinó hacia delante y recorrió con la vista su habitación. Podría ser mayor, un viejo como le llamaban los maleducados niños del barrio, pero sus ojos aún no le habían traicionado, no como otras partes de su cuerpo. Se olvidó por un momento de sus achaques mientras repasaba las fotos y los objetos que resumían su vida. La foto de sus padres, cuyo marco delataba su antigüedad más que el que fuera en blanco y negro y estuviera ligeramente movida. El trofeo que ganó en el colegio, tallado en madera porque en aquella época no había dinero para ostentaciones. Su medalla de la guerra, que el habría guardado en el armario si su mujer no se hubiera empeñado en tenerla visible. “Debes estar orgulloso de lo que hiciste allí, yo lo estoy” le había dicho. Aunque él no lo estaba, y de hecho seguía teniendo pesadillas, más de medio siglo después de la guerra. Su mujer. Ahí estaba ella, en tantas fotos, en el cuadro, en aquella portada para una revista. En todas partes menos a su lado. Había muerto hacía tiempo. Diez años, pensó él. Hoy hace diez años que murió. Y sintió un dolor físico, en su cabeza, que le hizo gemir por un instante, hasta que otro dolor lo reemplazó, el de su hombro. “Maldito hombro, tengo que decirle al doctor Mendelson que me dé algo” masculló mientras se levantaba. Caminó hacia el baño cuando recordó algo. Se dio la vuelta y allí estaban. Las píldoras para su dolor del hombro, junto al vaso del agua. Hizo una mueca y se las tragó. Bebió un trago del vaso y se dirigió al baño.
Mientras se duchaba, el agua impactando fuertemente contra su rostro, recordó un combate. Aquel tipo le estaba dando una paliza, tenía una herida en una ceja que no dejaba de sangrar y su entrenador le echaba un cubo de agua sobre la cabeza. Volvió a levantarse, miró el ring, y a su adversario en el otro extremo. Había mucho ruido, los fotógrafos y sus flashes siempre le molestaban, pero lo que más le molestaba era su rival, un hombre negro más alto y más fuerte que él, lo que no le preocupaba, pero sí el que fuera más rápido. Eso no le había pasado nunca, y temía no ganar por primera vez en mucho tiempo. El agua fría le sacó de la ensoñación. -¡Joder!-, gritó y se apresuró a cerrar el grifo. Nunca había soportado ducharse con agua fría, ni siquiera en verano, y había mandado instalar un termo de agua caliente del doble del tamaño normal cuando se compraron la casa, hacía ya mucho tiempo. “Algo le pasa al agua caliente. Se acaba muy pronto”, dijo con un gruñido mientras hablaba por teléfono con aquel estúpido fontanero italiano. “Un spaguetti inútil”, pensó mientras escuchaba al hombre quejarse de que no eran ni las ocho de la mañana, que era la hora a la que empezaba a trabajar. Le aseguró que se pasaría a lo largo del día, cuando tuviera un hueco. Ben colgó y murmuró -¡Italianos!-. Recordó que el primer hombre al que mató era italiano, pero de verdad, durante la guerra. El hombre era un prisionero. Estaba gordo y llevaba un uniforme de oficial. “Alguien importante” pensó Ben mientras le apuntaba con su pistola. Aquel gordo le enseñaba unos papeles, prácticamente se los ponía en la cara y gritaba cosas incomprensibles. Ben no sabía lo que quería, sólo sabía que le molestaba y que había matado a dos compañeros suyos antes de que lo capturaran. El resto de su unidad seguía buscando enemigos y él estaba cuidando de aquel tipo. Estaba harto. Cuando volvió a gritarle, le disparó en la cabeza, atravesando aquellos papeles que agitaba sin cesar. Cayeron sobre su rostro y se llenaron de sangre, Ben nunca supo lo que decían. Se vistió. Al acabar vio que tenía la caja de las pastillas para su dolor de hombro encima de la mesita de noche. ¿Se las había tomado hoy? No se acordaba, así que por si acaso se tomó dos. Un perro ladraba en algún lugar.
Ben volvió a sacar las tostadas y meterlas otra vez. Enchufó el tostador. Apretó los botones. No ocurrió nada, y ya se estaba cansando. “Y ese maldito perro sigue ladrando”, pensó furioso. Hacía días que el tostador no funcionaba, pero nunca se acordaba de llevarlo a reparar. “¿O lo llevé pero me dijeron que no sabían arreglarlo, que comprara uno nuevo?” pensó sin estar seguro. De cualquier modo, ahora quería tostadas, y tendría tostadas. Volvió a probar, en otro enchufe. El perro seguía ladrando. El tostador seguía sin seguir sus órdenes. De pronto, las tostadas saltaron y Ben se echó hacia atrás para evitarlas. Su rival intentó un gancho de izquierda y Ben lo esquivó fácilmente. “Ahora es mi turno” pensó, y lanzó su contraataque. Pero aquel negro se cubría bien, y lo único que conseguía Ben era cansarse. Pero siguió golpeando, y cuando no podía más, continuó. Así hasta que derribó a aquel gigante de ébano. Ben recuperó el equilibrio, tras casi caerse al esquivar las tostadas, y su rostro se endureció. “Estoy harto de ese maldito perro”, gritó para sí mientras tiraba la tostadora a la basura. Salió tan rápido como un hombre de su edad era capaz y caminó hacia la casa de su vecina.
-¡Señora Hindenberg, o hace usted callar a su perro o lo haré yo!, amenazó Ben a través de la puerta a la menuda anciana. -¡Si toca a mi perro llamaré a la policía! contestó ella desafiante, aún en pijama. No era la primera vez que se enfrentaban por el perro, y ella conocía la rutina. -¡No, yo llamaré a la policía y les diré que hay una mujer nazi viviendo en mi calle, y que su perro tiene la rabia!, replicó Ben. Se dio la vuelta y volvió a casa, mientras ella le gritaba algo acerca de que era judía y de que nació en Brooklyn.
Ben se comió un plátano mientras miraba la tostadora, medio metida en la basura, y las tostadas, aún en el suelo donde habían caído tras su breve parábola huyendo de su destino. “Tengo que acordarme de comprar una tostadora”, pensó mientras se comía sin ganas la fruta. Le gustaban las tostadas y tendría tostadas al día siguiente. Cogió la cartera y se dirigió a la calle, sin reparar la nota que decía “Médico a las once”.
Sonó la alarma, de nuevo sólo un instante, y Ben la apagó, pero se llevó rápidamente la mano al hombro. “Maldito hombro, tengo que decirle a ese médico de tercera que me dé algo” pensó. No había dormido bien, últimamente tenía pesadillas, recordaba la guerra y se despertaba sudando. No es que necesitara dormir mucho a su edad, pero quería dormir sin recordar las cosas terribles que vio y que hizo en el Pacífico. Se levantó enfadado, tropezó y se cayó sin hacerse daño.- ¡Maldita sea!-, gritó hacia nadie en particular.
Mientras se duchaba, el vapor del agua caliente creando una niebla en el cuarto de baño, volvieron los recuerdos. Apenas veía nada. “Los japoneses podrían estar justo delante y no los vería”, pensó el soldado Ben. Estaba en una trinchera, si se podía llamar así a un agujero mal cavado por un puñado de críos hambrientos y enfermos. Le tocaba la guardia, y con su suerte le había tocado también la niebla. Sabían que había japoneses cerca, pero no cuántos eran. En su unidad estaban en las últimas, sin provisiones ni apenas munición. Ben era el más sano, con su cuerpo de boxeador casi intacto, y le habían encargado la vigilancia. Prestó atención a un ruido, como una rama al partirse. Al mirar no vio nada, la niebla lo cubría todo. Pero oyó unos pasos, y siguió mirando. Allí estaba, surgiendo como un espectro, un soldado japonés. Debía tener la edad de Ben, pero era muy delgado y no tenía buena cara. Sostenía su arma con miedo, sin decisión, y andaba sin rumbo. Después de unos instantes estuvo claro que estaba solo. Cuando el soldado pasó de largo, Ben no lo pensó dos veces y salió detrás de él, con su cuchillo en la mano. Era mejor que dispararle, porque así no lo oirían. Se aproximó por detrás, le tapó la boca con la mano izquierda y hundió el puñal en su espalda.
Ben estaba mirando la luz de la escalera del sótano. Miró, confundido por un instante, se estiró para apagarla (un gesto que su mujer siempre había pensado que era peligroso mientras él se reía de su baja altura) y cerró la puerta. “¿Qué estaba haciendo?” pensó, y el rugir de su estómago le llevó hacia la cocina. “Debo haberme despistado con algo. El desayuno, eso es lo que estaba haciendo.” Se puso a ello, aunque no encontraba la tostadora, pero tenía mucha hambre y no dejó que eso le molestara. “Maldita sea”, pensó. “Se me ha acabado el azúcar” dijo para sí. “Espero que la bruja nazi tenga suministros” murmuró. Se acercó a su puerta, tocó varias veces, pero lo único que consiguió fue tener más hambre y que el maldito perro le ladrara. Se dio la vuelta y se fue a casa. Vio que el repartidor de periódicos le había vuelto a tirar su ejemplar en vez de meterlo en el buzón como le había dicho tantas veces, y maldijo a sus antepasados (no estaba seguro de si eran europeos o asiáticos, así que fue una maldición indeterminada) mientras se agachaba a recogerlo. Al sentarse a leerlo, después de desayunar tostadas sin tostar, se fijó en una noticia que le heló la sangre. Su médico, el doctor Wilson, había desaparecido. “Dios mío” murmuró. Leyó la noticia rápidamente. Habían encontrado sangre en su oficina, pero como trabajaba en una zona aislada, sin recepcionista, no había más pistas. Ben llamó a la policía. “Estuve ayer en su consulta” les dijo. La policía, hispana pensó él, le dijo que mandarían a alguien a su casa para hablar con él más detalladamente.
Sentado en el salón, mientras esperaba a la policía, Ben recordó su visita. “¿Fue ayer, verdad?” pensó no muy convencido. Ben estaba en la consulta. El doctor Wilson estaba serio. “Ben, hemos encontrado algo al hacerte la prueba.” le dijo. Ben salió de su ensoñación y se fue a la cocina. Vio el tostador en la basura, lo cogió y decidió arreglarlo él mismo. “Necesito mis herramientas” pensó, y sin saber por qué le recorrió un sudor frío por la espalda. Las tenía en el sótano, aunque hacía mucho tiempo que no bajaba. De hecho, no recordaba la última vez que lo había hecho. Con la tostadora rota en una mano, se estiró para encender la luz. Ben pensó que era cierto aquello de que al envejecer uno encoje, porque ya no llegaba tan bien hasta la cadena de la bombilla. Por un instante pareció que iba a caerse, pero se apoyó en la pared y encendió la luz sin perder el equilibrio. La proximidad de la luz le cegó, y recordó otra luz brillante. Estaba en la consulta del doctor Wilson. El cuarto estaba oscuro, salvo por la luz que provenía de la pared donde estaban las radiografías. “Es un tumor, Ben -le decía el médico- en tu cerebro”. Confundido, empezó a bajar la escalera. Al bajar el tercer escalón, pisó el cable de la tostadora y cayó.
El fontanero estaba mirando el termo, que estaba en el sótano, mientras Ben discutía con él. “Está todo bien. No hay fugas ni fallos de alimentación” repetía el hombre, mientras Ben se enfadaba cada vez más. “El agua caliente se acaba enseguida. Siempre se acaba” gritó. “Tranquilícese abuelo”, replicó el fontanero y se dio la vuelta para cerrar su caja de herramientas. Ben cogió una llave inglesa y le golpeó. El hombre trataba de defenderse, se cubría como un boxeador, pero Ben le golpeaba con una furia tremenda, y la llave pesaba mucho. El fontanero gritaba, cayó al suelo y Ben siguió golpeando hasta que no pudo más.
Ben rodaba escaleras abajo, y lo que recordaba en esos segundos le confundía tanto que no sentía el dolor mientras sus huesos se partían. Cubierto de sangre, Ben se duchó. Ben veía el cuerpo del fontanero más allá de la escalera, pero había otros. En la consulta, una bala atravesaba la radiografía de Ben y el rostro del doctor. La espina dorsal de Ben se partió y por fin su cuerpo se detuvo al final de la escalera. En los últimos instantes de su vida, Ben sólo pudo ver el rostro de la señora Hindenberg, a unos centímetros del suyo. Ben, de noche, se arrastraba por el jardín de su vecina. El perro ladraba y ella salió para ver qué pasaba. Ben se acercó por detrás, le tapó la boca con la mano izquierda y le clavó un cuchillo.
La agente de policía entró en la casa pistola en mano. Aquel hombre sería un anciano, pero era el último paciente que había visto al médico con vida, la furgoneta de un fontanero desaparecido estaba en la puerta de su casa y al ir a preguntar a la vecina se había encontrado un perro degollado y un rastro de sangre. No correría un riesgo. Vio el salón desordenado, la cocina sucia, y una puerta abierta con una luz encendida que llevaba al sótano. Bajó la escalera.

Artículo sobre Steve Jobs

Hoy han publicado en la prensa mi artículo sobre Jobs, era una versión abreviada del que tenéis aquí:


EL LEGADO DE STEVE JOBS
por Gonzalo Hernández Viciana

Imagínese usar todavía un teléfono móvil con botones y una minúscula pantalla, sin otras aplicaciones que una agenda básica y a lo mejor una calculadora. Y al llegar al trabajo, tener que teclear en el ordenador (en casa no habría) varias órdenes complejas para hacer una simple operación de copiar y pegar. Por no hablar de que sus hijos estárían emocionados porque, por fin, en el año 2011 se estrenara una película animada hecha íntegramente por ordenador. Este escenario podría haber ocurrido perfectamente de no haber existido Steve Jobs. Si la vida de una persona se puede cuantificar de alguna forma, quizás sea en el impacto que tiene en los demás, y en ese sentido hay poca gente en los últimos treinta años que haya cambiado más el mundo que el cofundador de Apple. Incluso los usuarios de Windows saben que Bill Gates le copió el concepto de hacer el PC un instrumento fácil y familiar, algo que acabó popularizando las computadoras de tal forma que “la era de la información” en la que ahora vivimos será un momento estudiado en las clases de Historia en los siglos venideros. Además, Steve Jobs, con sus presentaciones/shows y su olfato para los negocios demostró ser uno de los mejores empresarios que ha habido, creando una cultura empresarial en Apple que rayaba en la idolatría. En estos tiempos en que los empresarios están siendo vilipendiados a diestro y siniestro, su figura resaltaba más aún. Quizás fuera resultado de crear un entorno de trabajo privilegiado para sus empleados, con un campus futurista (al igual que sus tiendas) donde miles de ingenieros diseñan el futuro. Su obsesión por el detalle, por pulir los defectos de sus productos y de su empresa le llevaron a la cima, y ese era su secreto. Más allá del iphone, del imac y del ipad, el legado de Steve Jobs está en hacer las cosas no bien, sino perfectas.


martes, 18 de octubre de 2011

NO BORRES TUS FOTOS MOVIDAS

Algún día podrías recuperarlas con Photoshop. Acaban de hacer una demo impresionante, aquí está la prueba. Además mostraron un sistema de sincronizar el sonido automáticamente cuando se sustituyen los diálogos que es la bomba..